Hay gente que les pasa de todo o al
menos así lo cuentan. Si toman un avión los incidentes empiezan ya en la
facturación, siguen en el embarque, continúan durante el despegue, se prolongan
a lo largo del vuelo, aumentan en el aterrizaje y, seguramente, no acaban en la
recogida de maletas. Siempre hay algo que contar que no le había pasado a nadie
más con anterioridad.
Su vida es un continuo cúmulo de
anécdotas, situaciones e historias que se suceden casi sin interrupción. En el
fondo no hay nada en todo ello trascendente ni definitivo, pero lo relatan con
un entusiasmo y lo transmiten con un tono épico que podrían competir con las
más grandes epopeyas de la historia de la Literatura.
Salvando tanta exageración hay que
reconocer que tienen su gracia. Al fin y al cabo esa manera de narrar la
monotonía de la vida al menos se sale de lo habitual. Consiguen que un hecho
cotidiano deje de ser previsible. Quizá como juglares medievales adaptados a la
modernidad encuentran en la épica la manera de amenizar una historia, la suya,
que todo el mundo ya conoce.
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