El
reto literario, extensible a todas las artes y disciplinas humanas, el
salomónico nihil novum sub sole nos lleva
a cuestionar la búsqueda obligada de la originalidad.
Desde
siempre se ha acordado considerar la originalidad
como una aportación artística. Las vanguardias sublimaron ese desafío a los
grandes clásicos, padres de las eternas inquietudes humanas y otorgaron
preferencia a ese afán de ser los primeros en concebir, aportar, plantear y
expresar estéticamente. Era el arte de la innovación. Sin embargo, más de un defensor
de los grandes autores se ha sonrojado al comprobarse que antes de ellos hubo
otro que ya lo había hecho y, por lo tanto, les arrebataba el título mundial de
original.
Sería
una interpretación errónea del arte. Las innovaciones son producto de las
pruebas y los desafíos. A lo sumo podríamos calificarlas de ingeniosas. Son los
genios los que con su sentido trascendente de la estética saben aprovechar esas
propuestas y proyectarlas hasta darles la debida dimensión del arte. Porque el
arte no está en la materia ni en la técnica que se introduzca; el arte nace en
la profundidad del alma creadora y llega a conmover el espíritu del que lo
recibe prescindiendo de la necesidad de la originalidad.