Si la vida se escribiese como se
escribe una novela nos tomaríamos numerosas licencias literarias. Podríamos
hacer aparecer los personajes idóneos cuando más se les necesita, las
circunstancias acompañarían en los momentos cruciales y el protagonista siempre
estaría protegido por las garantías de un final feliz.
Los
capítulos se ordenarían según nuestros propios gustos y podrían empezar,
desarrollarse y continuar atendiendo a nuestros intereses. Todo iría
particularmente hilvanado alrededor de nosotros que ocuparíamos el eje central
y en torno a nosotros girarían las demás historias secundarias.
Sería la
novela perfecta en la que absolutamente todo lo que nos pase en ella sería
deseado, previamente deseado y posteriormente cumplido.
Mas el
día a día nos obliga a ser de aquellos escritores realistas del s. XIX, que
acababan enmarañando el argumento de sus obras por las condiciones que sus
personajes iban adquiriendo según las experiencias a las que eran sometidos. Se
rebelaban, luchaban... todo para que al final la sociedad aplicase como una
losa su hipócrita moral y sus leyes reduciendo los ideales a sueños imposibles.
Entonces
tomaríamos conciencia de que como escritores de nuestras vidas estamos
enredados en un indeciso borrador donde rescribimos una secuencia tras otra
hasta forzar una definitiva redacción que no siempre llega y casi nunca nos
deja satisfechos.