Hace dos días nos alcanzó la
desgraciada noticia que informaba sobre la muerte de un torero. Y digo
desgraciada en todos los sentidos. Porque es una desgracia que una persona
relativamente joven pierda la vida. Es desgracia en la manera en que lo hace, arriesgándola
para disfrute de un público de oscuros gustos. Desgracia porque el espectáculo
se monta sobre la crueldad y el sufrimiento de un animal. Y desgracia porque
además, al pobre toro, de nada culpable de esta muerte, no lo salva nadie.
Nadie se puede alegrar de la muerte de
nadie, si mantenemos un mínimo de coherencia entre esos ideales animalistas y
el respeto a la vida. Es una grave contradicción y aquellos que han festejado
esta muerte deberían replantearse sus principios. Quizá más que amor a los animales
profesen de forma encubierta una enfermiza misantropía. Los animales no son más
que el refugio de su desprecio al mundo de los humanos.
Personalmente no me alegro de esta
muerte. Lo reconozco. Pero tampoco la lamento. Ante la muerte de un torero en
el ruedo aplíquese esa coherencia a la que antes he apelado. Que se sepa, un
torero que muere en la plaza no es un héroe ni un valiente, simplemente él se
lo ha buscado. Que no reclame mi pesar, que no se lo merece. Porque cada vez
que un torero salta a la arena sabe qué se juega. A vida o muerte. Lo hace
voluntariamente. Por eso no le lloro. Viven del dolor, justo es que el dolor se
los lleve.
Solo pido que con su muerte se pueda
cerrar este espectáculo por falta de público.