Ante el capricho aleatorio de Cupido
que ensarta corazones al azar está el arte de seducir, donde la iniciativa anida en la propia voluntad del seductor. Entonces hablamos de cazador
y presa, de depredador y víctima. Mas afortunadamente muchas veces el desenlace
de la batalla por el amor acaba confundiendo quién es cada quién y al final
vence el que partía indefenso. Y es que seducir
implica peligros.
Toda conquista viene marcada por tres
tiempos precisos y muy intensos: primero atracción, consumación después y
desaire final. Sorpresa y brevedad. El seductor
pasa por la vida como un latigazo invisible del que solo queda la herida y el
dolor. Cualquier concesión que dé deja abierta la oportunidad de reacción para
la víctima y las consecuencias pueden ser imprevisibles.
Porque por principio el que seduce no ama; colecciona trofeos. Invierte
su imaginación exclusivamente en ganar el juego y le atrae el precipicio del
riesgo. Sabe que si pierde lo peor no es una derrota, lo peor es entregar incondicionalmente
su corazón al vencedor. Entonces rendido y desarmado se da cuenta de que se ha
enamorado, justo lo que más temía y trataba de evitar.