Cuando los puntos de apoyo de la
autoestima se potencian en demasía y se disparan el individuo entra en un
estado de autocomplacencia que le lleva a una situación muy negativa ante los
demás.
La persona arrogante se mueve con
desprecio y un sentido de superioridad que se atribuye ella misma grácilmente.
Se siente centro de gravedad y ejemplo de éxito. Valora todas sus cualidades
como méritos, confirmándolos hasta tal punto que descarta tener defectos.
Posiblemente el foco inicial fuese un
temprano logro que disparase la confianza en sí mismo. Con ello legitimó su
derecho a sentirse superior. Pero traspasado el límite de la satisfacción
personal, esa sensación de prepotencia le hace ver el entorno de otra manera:
no tiene amigos, tiene admiradores; no tiene enemigos, tiene envidiosos.
Sin embargo su imaginación es igual
de frágil que su realidad. Toda esa supuesta fortaleza personal puede
derrumbarse ante cualquier contratiempo inesperado. Entonces, su arrogancia
tendrá que optar entre dos soluciones tan dispares como son la reflexión, que
le permitirá rectificar, o el orgullo, que le condenará definitivamente.