Tomadas de otros idiomas hay palabras que acaban
haciéndose un sitio en nuestro vocabulario cotidiano. Lingüísticamente se
denominan préstamos. El término escogido, préstamo, no es el más
adecuado, ya que muchas veces entran para no ser devueltas jamás. Mejor las
podríamos llamar regalos.
Porque en efecto, la convivencia entre lenguas
permite esta transmisión léxica que funciona para que los hablantes reorganicen
su vocabulario con recursos rápidos, espontáneos y precisos. Dicho de otra
manera, los préstamos enriquecen una lengua. De todas formas siempre
aparece el recalcitrante conservador que se retuerce entre las páginas del
diccionario para recuperar una vocablo que de una forma u otra podría evitar la entrada del préstamo. Y lo que es peor, alardea con ello de proteger el
idioma.
Los idiomas no necesitan de esta anacrónica
protección. En cambio sí deben estar abiertos para responder mejor a los
cambios. Si para ello hacen falta expresiones procedentes de otras lenguas,
bienvenidas sean. Porque no es lo mismo pin
que insignia, pub que local con
música, piercing que perforado… como
no lo fueron en su día albañil y cementero o acequia y reguero.