Las ventanas nos permiten ver el mundo
desde nuestras casas. Un mundo hasta donde alcanza nuestra mirada en sus cuatro
direcciones no cardinales: arriba, abajo, izquierda y derecha.
Cada ventana tiene unas vistas limitadas.
Una ventana urbana observa los edificios de en frente y recibe las señales de
vida de sus habitantes bajo entrometida curiosidad. Una ventana en el campo
muestra un horizonte que mutará con cíclica armonía natural en sus cuatro fases según la estación del año. Todas esas ventanas tienen un inconveniente: son
fijas.
Los ojos son nuestras ventanas móviles.
No solo reciben constantemente imágenes que cambian. También nos permiten
interrogarlas, cuestionarlas, analizarlas y ordenarlas: aprender. Son ventanas
inquietas y vivas. Y así hay que mantenerlas. Todo lo contrario de aquellas que
la rutina y la monotonía han fijado una panorámica sin atractivo ni interés. Ojos
inmóviles que no diferencian entre los paisajes que se ven desde casa de los
que se encuentran por la vida. Son ojos ciegos, son ventanas muertas.