martes, 20 de junio de 2017

La muerte de un torero


Hace dos días nos alcanzó la desgraciada noticia que informaba sobre la muerte de un torero. Y digo desgraciada en todos los sentidos. Porque es una desgracia que una persona relativamente joven pierda la vida. Es desgracia en la manera en que lo hace, arriesgándola para disfrute de un público de oscuros gustos. Desgracia porque el espectáculo se monta sobre la crueldad y el sufrimiento de un animal. Y desgracia porque además, al pobre toro, de nada culpable de esta muerte, no lo salva nadie.
 
Nadie se puede alegrar de la muerte de nadie, si mantenemos un mínimo de coherencia entre esos ideales animalistas y el respeto a la vida. Es una grave contradicción y aquellos que han festejado esta muerte deberían replantearse sus principios. Quizá más que amor a los animales profesen de forma encubierta una enfermiza misantropía. Los animales no son más que el refugio de su desprecio al mundo de los humanos.
 
Personalmente no me alegro de esta muerte. Lo reconozco. Pero tampoco la lamento. Ante la muerte de un torero en el ruedo aplíquese esa coherencia a la que antes he apelado. Que se sepa, un torero que muere en la plaza no es un héroe ni un valiente, simplemente él se lo ha buscado. Que no reclame mi pesar, que no se lo merece. Porque cada vez que un torero salta a la arena sabe qué se juega. A vida o muerte. Lo hace voluntariamente. Por eso no le lloro. Viven del dolor, justo es que el dolor se los lleve.
 
Solo pido que con su muerte se pueda cerrar este espectáculo por falta de público.

 

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