Había una vez un poblado donde se
vivía el fútbol con especial pasión. En cada partido del equipo local la gente
se implicaba de tal manera que una victoria se celebraba con fiesta para todos
y la derrota, por contra, se sentía como un funeral.
Llegó el día que tocó jugar el
encuentro más importante del campeonato. Un choque decisivo, tanto que la gente
se lo tomó como el ser o no ser. Lógicamente el estadio se llenó a rebosar,
despertando el interés de todos los medios de comunicación tanto locales como
foráneos. Era el partido del siglo.
Ya en juego, dado lo igualado que
estaban los dos equipos y que el marcador no acababa de inclinarse en uno u
otro sentido la tensión se fue apoderando de las gradas. Llegó el momento en
que todas las decisiones arbitrales eran protestadas por el impaciente público
que quería que su equipo ganase como fuese pero que ganase.
Y llegó la jugada conflictiva. El
delantero centro resbaló y cayó en el área visitante. La gente se levantó de sus asientos reclamando
penalti porque el árbitro había dejado que siguiese el juego. El presidente del club viendo que no se concedía la pena máxima incitó
desde la megafonía a la gente para que saltase al campo y presionase al
árbitro. En pocos minutos sobre le césped había una multitud de seguidores, eso
sí, con alegría y en tono festivo, interrumpido el partido. La directiva
seguía lanzando consignas por los altavoces: este penalti se va a lanzar sí o sí.
Entonces el árbitro prefirió
refugiarse en los vestuarios, pero uno de los jueces de línea no tuvo inconveniente
en retomar el mando y ordenar que el penalti fuese lanzado. Como era de esperar
el equipo contrario no colaboró y sin portero el lanzamiento fue un mero
trámite. El equipo local se había proclamado campeón unilateralmente ante la
algarabía de casi todos los asistentes a tal espectáculo.
Claro está que la historia no
acabó ahí. Tras esos gravísimos incidentes la Federación de Fútbol aplicó el
reglamento: clausurar el estadio para toda la temporada por alteración del
orden público con el agravante de haber interrumpido el desarrollo del partido incidiendo
en el resultado; suspender a perpetuidad a los miembros de la directiva por
alentar a la masa para que invadiese el terreno con el ánimo de adulterar la
evolución del juego e imponer una multa cuantiosa al juez de línea por
colaborar directamente con todos los altercados pese a que se estaba atentando
directamente contra el reglamento.
Mientras los medios de
comunicación comentaban tanto los hechos como la proporcionalidad de la
sanción, la Prensa local no salía de su sorpresa por la falta de sensibilidad
con que la Federación había tratado al equipo. En esencia no importaba que
hubiese sido o no penalti, lo grave era que esa Federación había sido capaz de
anteponer el reglamento a los sentimientos de miles de aficionados que se
identificaban con unos colores y unos ideales deportivos. En definitiva,
denunciaban una falta de respeto y un atropello de los derechos no solo de los del club sino de todas las personas que lo componen y que con esa postura
federativa tan autoritaria no habría ninguna posibilidad de diálogo.
Y ninguno de los habitantes de
aquella población quiso entender que ni los reglamentos ni las leyes pueden
saltarse por mucho sentir general que uno comparta.