viernes, 29 de septiembre de 2017

Si solo fuese un partido de fútbol


Había una vez un poblado donde se vivía el fútbol con especial pasión. En cada partido del equipo local la gente se implicaba de tal manera que una victoria se celebraba con fiesta para todos y la derrota, por contra, se sentía como un funeral.

Llegó el día que tocó jugar el encuentro más importante del campeonato. Un choque decisivo, tanto que la gente se lo tomó como el ser o no ser. Lógicamente el estadio se llenó a rebosar, despertando el interés de todos los medios de comunicación tanto locales como foráneos. Era el partido del siglo.

Ya en juego, dado lo igualado que estaban los dos equipos y que el marcador no acababa de inclinarse en uno u otro sentido la tensión se fue apoderando de las gradas. Llegó el momento en que todas las decisiones arbitrales eran protestadas por el impaciente público que quería que su equipo ganase como fuese pero que ganase.

Y llegó la jugada conflictiva. El delantero centro resbaló y cayó en el área visitante. La gente se levantó de sus asientos reclamando penalti porque el árbitro había dejado que siguiese el juego. El presidente del club viendo que no se concedía la pena máxima incitó desde la megafonía a la gente para que saltase al campo y presionase al árbitro. En pocos minutos sobre le césped había una multitud de seguidores, eso sí, con alegría y en tono festivo, interrumpido el partido. La directiva seguía lanzando consignas por los altavoces: este penalti se va a lanzar sí o sí.

Entonces el árbitro prefirió refugiarse en los vestuarios, pero uno de los jueces de línea no tuvo inconveniente en retomar el mando y ordenar que el penalti fuese lanzado. Como era de esperar el equipo contrario no colaboró y sin portero el lanzamiento fue un mero trámite. El equipo local se había proclamado campeón unilateralmente ante la algarabía de casi todos los asistentes a tal espectáculo.

Claro está que la historia no acabó ahí. Tras esos gravísimos incidentes la Federación de Fútbol aplicó el reglamento: clausurar el estadio para toda la temporada por alteración del orden público con el agravante de haber interrumpido el desarrollo del partido incidiendo en el resultado; suspender a perpetuidad a los miembros de la directiva por alentar a la masa para que invadiese el terreno con el ánimo de adulterar la evolución del juego e imponer una multa cuantiosa al juez de línea por colaborar directamente con todos los altercados pese a que se estaba atentando directamente contra el reglamento.

Mientras los medios de comunicación comentaban tanto los hechos como la proporcionalidad de la sanción, la Prensa local no salía de su sorpresa por la falta de sensibilidad con que la Federación había tratado al equipo. En esencia no importaba que hubiese sido o no penalti, lo grave era que esa Federación había sido capaz de anteponer el reglamento a los sentimientos de miles de aficionados que se identificaban con unos colores y unos ideales deportivos. En definitiva, denunciaban una falta de respeto y un atropello de los derechos no solo de los del club sino de todas las personas que lo componen y que con esa postura federativa tan autoritaria no habría ninguna posibilidad de diálogo.

Y ninguno de los habitantes de aquella población quiso entender que ni los reglamentos ni las leyes pueden saltarse por mucho sentir general que uno comparta.