Cualquier día de estos, siguiendo el ejemplo de Diógenes de Sinope, algún buen hombre
entrará en el Congreso y alumbrado por una lámpara a plena luz del día irá
buscando políticos. Al verle pasar levantará sonrisas y burlas. ¿Cómo es que
necesita una lámpara para buscar diputados en el congreso a mediodía? Y nuestro
amigo dirá que la luz del sol no es suficiente para poder encontrar al menos un
político honesto entre tanta corrupción.
La escuela
cínica de la Antigua Grecia apareció en el siglo IV a.c. bajo las
enseñanzas de Antístenes, un
discípulo de Sócrates. Estos cínicos señalaban que la felicidad del
ser humano radicaba en los propios valores que como ser conlleva, rechazando
las condiciones materiales que la civilización proponía. Una introspección
espiritual le llevaría a su estado ideal. Para defenderse de las burlas los
cínicos acusaban la corrupción y degradación social, especialmente de las
instituciones y de sus responsables, mediante la ironía.
Podemos encontrar rasgos de cinismo filosófico en
los propios Evangelios, así como en
las obras de los grandes clásicos de la Literatura y Filosofía moderna como Shakespeare, Swift o Voltaire e
incluso de los casi contemporáneos Oscar
Wilde o Bertrand Russell.
Pero la palabra cinismo
también es recogida en el diccionario de la RAE como desvergüenza en el
mentir, arte practicada por la mayoría de nuestros legales representantes
en el Congreso. Así nuestro anterior presidente no se sintió ridículo negando
durante su mandato la existencia de una crisis y más tarde anunciar unos
invisibles brotes verdes para nuestra
economía; así el actual desprecia totalmente la letra de su programa electoral
una vez alcanzado el poder.
Es cuestión de cínicos.