Girar a un lado, luego girar al otro, recorrer un
tramo, detenerse, girar de nuevo y de nuevo girar... llegar al mismo lugar por
donde ya habíamos pasado: laberinto.
En más de una ocasión puede asaltar esa sensación.
Tratar de cambiar el rumbo de la vida y tras experimentar distintas vicisitudes
se acaba teniendo la impresión de que se ha regresado al mismo punto ya vivido.
Confundidos en ese laberinto la desesperación entrega la ilusión y acepta la
derrota. Como lo hacían los jóvenes sacrificados que terminaban devorados por
Minotauro, incapaces de encontrar la salida del mitológico laberinto cretense.
El mismo mito también nos cuenta que Teseo, tras
atar en la entrada un cabo de hilo facilitado por Ariadna, encontró al monstruo,
le dio muerte y supo salir siguiendo el rastro dejado. Y es que de un laberinto
solo se puede escapar cuando el conocimiento sobre los pasos que se dan vienen
respaldados por los pasos dados. El equilibrio perfecto entre la reflexión y la
acción.
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