Tratar de establecer una relación trascendente entre
nuestra personalidad y nuestro destino tomando como referente la carta astral
de cada uno se presenta, como mínimo, apetitoso. Se toma conciencia cósmica
cuando imaginamos que en el firmamento, entre constelaciones, planetas e
infinitas otras luces celestes se generó una energía única determinista sobre
nuestro nacimiento para acompañarnos hasta el final de la vida.
Un acontecimiento único, vivir, explicado en
exclusividad a través de una extraordinaria conjunción estelar irrepetible. Ahí
está el problema. Esa noción de singularidad que las Matemáticas destrozan con
cruel frialdad. Y es que, aún aceptando que dentro de los doce signos del
Zodiaco, cada día, cada hora e incluso cada segundo del signo condiciona de
manera diferente un alumbramiento, resulta que durante cada uno de esos 31,5
millones de segmentos zodiacales anuales llegan al mundo unas 4/5 personas que
comparten por igual la misma carta astral.
Y lo peor no está en comprobar que esas 4 o 5
personas que nacieron en el mismo momento ya no compartan el mismo destino; lo
peor es tratar de justificar, por ejemplo, en una catástrofe cualquiera, que todas
las víctimas tengan su propia carta astral exclusiva y, sin embargo, acaben coincidiendo
el final de sus vidas en un mismo lugar y un mismo instante.
Seguimos sin encontrarle sentido.
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