El oxígeno, como elemento, se
desenvuelve con perversión: sin él no podemos vivir; pero es el oxígeno el que
nos va matando poco a poco. El oxígeno llega a nuestras células y las oxida,
las hace envejecer. Oxidadas pierden elasticidad, capacidad de regeneración...
cada vez que respiramos damos un paso firme hacia nuestro final. Todos lo
sabemos y aún así nadie puede dejar de respirar para prolongar la vida.
La Naturaleza originó la vida desde el
oxígeno. Nosotros, los humanos, en ese reto atávico por reproducir y superar
nuestro entorno también hemos sido capaces de generar otro elemento tan
perverso como el oxígeno: la rutina.
Con la rutina fijamos nuestros
referentes inmediatos, nuestros hábitos automatizados y sobre ellos nuestra estabilidad
emocional. La rutina constituye una baza imprescindible para la organización y
desarrollo de una persona. Sin embargo, en su rigor esta monotonía nos oprime
como una losa y nos atenaza hasta asfixiarnos.
En un gesto de rebeldía buscamos
bocanadas de aire fresco que nos liberen de ella. Siempre con precaución para
no convertir la fiesta en otra rutina más vacía y menos reconfortante.
Posiblemente la clave esté en
encontrar el lado alegre del día a día y saber respirar buen oxígeno.
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