Un
curioso estudio de cierta universidad norteamericana concluía que si el ser
humano no se viese afectado por enfermedades ni envejeciese tendría una vida
media de unos dos mil años de duración, tiempo calculado en función a la
probabilidad de accidentes mortales que un individuo pueda sufrir.
Con total seguridad, si pudiese, a la
mayoría de la gente le gustaría disfrutar de esos 1920 años más que se pierden
por culpa de la naturaleza. La duda está en si valdrían la pena ser vividos. Basta
con pensar que nuestros órganos no van a manifestar desgaste alguno, que no
habrá ni epidemias ni males que nos hagan conocer el dolor... realmente es
tentador.
En ese supuesto, anclados en una edad
indefinidamente intermedia, trabajo, ocio y relaciones humanas ocuparían toda
nuestra actividad en una eterna noria de situaciones monótonas y repetidas
hasta la desesperación. John Boorman trata la inmortalidad en su película Zardof donde una sociedad elitista está
regida por una máquina que castiga a quien se suicida harto de su eternidad devolviéndole a la vida.
Y es que la cuestión no es no morir,
sino saber vivir en condiciones. Y para eso no hace falta ser eternos.
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