A menos de una hora de Santiago de
Chile, en el complejo turístico de San Alfonso del Mar se encuentra la piscina
más grande del mundo. Con más de un kilómetro de larga y 250 millones de litros
de agua salada se pueden practicar diversos deportes acuáticos como el windsurf o el buceo. Comparo esta
monstruosidad con mi bañera donde no quepo totalmente estirado.
Herederas de los antiguos baños
públicos las actuales piscinas han olvidado su función original: la higiene y
la salud. Hoy tenemos las consecuencias del cloro apreciables en esos ojos color
rojo-vampiro además de afectar a las vías respiratorias. También están las
aportaciones personales. ¡Esos pelos que se enredan entre los dedos! No sabemos
ni de quién ni de dónde proceden. Eso si no se comparte la piscina con
pequeños que se encargan de elevar la temperatura del agua con sus efluvios. A
lo que podemos añadir el intercambio de hongos e infecciones que con toda
naturalidad entablan los bañistas. Sin dejar de lado a los bobos que saltan,
salpican, nadan de lado...
Afortunadamente, lejos de ese mundo
micro y macrobiológico está mi bañera. Cierro los ojos y siempre salgo nuevo.
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