Un buen amigo argentino tras unas
elecciones comentaba que entre aquellos con los que había hablado nadie votó al partido ganador. Pensaba
que los votos procedían de un ejército de votantes infiltrados que no
desvelaban nunca sus preferencias. Y suele ser así. Pocos las reconocen
abiertamente siendo la mayoría la que se esconde entre evasivas y negativas,
como si rigiese un cierto sentido del pudor intelectual.
La España que vio morir al General
Franco presenció cómo más de un millón de convencidos patriotas desfilaron ante
su cadáver para rendir un sentido homenaje de despedida. En menos de dieciocho
meses, se diluyeron entre los cientos de partidos políticos democráticos y
escondieron toda la simbología que les relacionase con su pasado. Increíblemente,
en menos de año y medio, la dictadura que se había prolongado por casi cuatro
décadas, solo retenía a un insuficiente puñado de fervientes incondicionales
neofascistas.
Hoy, con este juego de intercambio de
chaquetas y de votos indecisos el terreno para los infiltrados es más cómodo. Atrincherados
detrás de su anonimato en cuanto el partido gobernante cometa los primeros errores
y dé síntomas de debilidad comprobaremos que en efecto nadie les votó.
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