Usualmente se invoca a la tolerancia
para aceptar a quienes creen, piensan y actúan de manera diferente a la
mayoría. Como si se tratase de hacerles una concesión a pesar de sus
circunstancias. Se comete un error de principio. Con eso solo se contiene el
enfrentamiento y no de manera definitiva. La tolerancia empieza por admitir que
nadie tiene la verdad absoluta y, por lo tanto, todos estamos parcialmente
equivocados.
La tolerancia exige siempre una
constante autocrítica, una mentalidad abierta y receptiva, un afán de mejorar y
un total respeto por aquellos que, aunque discrepen con nuestras ideas,
mantengan esa misma disposición tolerante. Esto no quiere decir que bajo la
carpa de la tolerancia valga todo. La tolerancia jamás puede convivir con
comportamientos intolerantes.
El fundamentalismo, el dogmatismo o
el integrismo parten siempre de principios absolutos e inamovibles y, de hecho,
practican la intolerancia. Mientras reprimen su rechazo a los diferentes los
intolerantes mueven sus bazas. Su primer paso es el sectarismo para después,
dependiendo de sus propias posibilidades, pasar a la violencia, tanto verbal
como física, e imponer sus principios. Y si las leyes no lo permiten, ellos
mismos las crean con una justificación: son los poseedores de la verdad, toda
la verdad y nada más que la verdad.
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