El orden
de los factores no altera el producto... o sí, según la dirección que tomemos.
Si vamos
de atrás para delante, la lógica matemática es aplastante. Supuestamente los
siete mil millones de habitantes que pueblan el planeta proceden de la
progresiva multiplicación de una prehistórica pareja.
Todo
cambia si el recorrido es a la inversa. Una persona nacida en los inicios del s
XXI tiene un padre y una madre. Y a su vez dos abuelos paternos y dos maternos,
ocho bisabuelos y 16 tatarabuelos. Doblando generación cada treinta años
resultaría que en el s. XV serían 65.536 y en s. XIII casi 17 millones de
antepasados. Y si seguimos la serie para el apocalíptico año 1.000 tendríamos
la fabulosa cifra de dos mil millones de parientes.
Pero a
finales del s. X no había dos mil millones de personas sobre la tierra. Eso
significa que, si las Matemáticas no fallan, que no, a partir de un determinado
momento no tan remoto debemos compartir múltiples ancestros confundidos en una
orgía endogámica diacrónica de la que todos nosotros somos el vivo testimonio. Quizá
tengamos algunos rasgos superficiales diferenciados, pero la línea consanguínea
nos iguala. Porque dos por dos son cuatro.
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