Si para la cultura clásica el monte
Olimpo representaba la morada de los dioses, en nuestros tiempos también deberíamos
dar un lugar singular donde supuestamente conviviesen los personajes que más
han marcado el pensamiento de la sociedad moderna. Quizá el nombre de ese sitio
sea lo de menos, porque no forman parte de ninguna teología y, si de ellos
hubiese dependido, seguramente hubiesen preferido no traspasar la frontera del
mito aquellos que lo hicieron.
Filósofos como Bertrand Russell, Jean-Paul
Sartre; escritores como James Joyce, Gabriel García Márquez; cineastas como
Stanley Kubrick, Orson Welles; pintores como Salvador Dalí, Pablo Picasso... y así
una serie de influyentes pensadores y creadores todos universales y desde su
muerte, todos inmortales.
Mas resaltemos que la admiración que
merecidamente se les puede profesar debe ceñirse a la dimensión artística e
intelectual donde destacaron y evitar caer así en la idolatría. No hay que
buscarles más allá de sus trabajos y creaciones, ni sería conveniente. Porque,
efectivamente, eran seres humanos, especiales, diferentes, pero humanos y como
tales, en la mayoría de los casos, mientras impresionaban al mundo con sus
obras, compartían una convivencia muy difícil y complicada con quienes le
rodeaban. No nos corresponde invadir su intimidad.
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