Cuando se publica una nueva obra, las
editoriales suelen programar una serie de actos para la presentación y
divulgación del libro. Generalmente el autor acude a ferias, grandes almacenes y
principales librerías para promocionar las ventas y en un gesto complaciente
con sus admiradores en cada ejemplar recién adquirido les dedica unas líneas que
finalizan con un autógrafo.
No deja de ser un acto fetichista, ya
que en Literatura importan más las palabras que el soporte. Sin embargo, un
libro dedicado por el propio autor parece que estreche más su relación con los
lectores. Lo mismo podríamos decir de un disco y su músico, de un DVD y el
director o actores de una película, de cómic y su dibujante e incluso de una
prenda deportiva y un deportista. De todas formas, lo miremos como lo miremos,
una vez firmado el objeto se convierte en un fetiche.
Y entre todos ellos destacan los
cazadores de autógrafos. Obsesivos
acumuladores de garabatos de famosos los van recogiendo en cuartillas, servilletas,
corbatas... donde sea, para después, al ojear sus gráficos tesoros, hacer un
repaso de su vida. Resulta absurdo que entre tantos prestigiosos autógrafos sean incapaces de notar que
faltan las firmas más importantes, las de sus amigos.
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