Contrariamente
a otras lacras como la xenofobia o el racismo, parece que contra la envidia no
se pueda combatir. No en vano, por envidia Caín mató a Abel. Y si ya de por sí
el homicidio es execrable, tratándose entre hermanos es abominable. Si pudiésemos
establecer algún teorema sobre la envidia, podríamos afirmar que esta aversión
se acrecienta de forma directamente proporcional a la proximidad de la persona
envidiada y el grado de reconocimiento que disfruta de sus éxitos.
Hay
quien concentra su envidia, odio o inquina hacia aquellos que le rodean, a su
entorno, sin tener en cuenta que ese mal deseado también le perjudica. Esta endofobia no es más que una
prolongación de la baja autoestima del individuo que proyecta de manera
obsesiva en los demás y que le revierte de forma autodestructiva.
Para
colmo, el endófobo, carente de un
mínimo de coherencia, pese a maldecir a sus vecinos y alegrarse de la desgracia de quienes
conviven con él, es incapaz de cambiar su lugar de residencia en busca de un
mejor ambiente. Posiblemente porque algo le dice que allá donde vaya también cargará
con todos sus complejos y con su endofobia.
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