Si comparamos una lengua con un
organismo vivo, el léxico sería rojo como la sangre. Los sustantivos, los
verbos y los adjetivos funcionarían de forma parecida a los leucocitos, los
eritrocitos y los trombocitos. Con los préstamos de otros idiomas algunos
interpretarían la presencia de algún agente invasor, mientras que otros los
tomarían por complejos químicos que ayudan a la renovación celular.
El caso es que las palabras tienen
una función vital en cualquier lengua, de ellas depende su salud. Así lo
entendía el partido en el gobierno que obligaba a actualizar todos los textos
conocidos a la neolengua, en la novela de Orwell 1984. La neolengua reducía el vocabulario al mínimo. Era una herramienta más del
control total del ciudadano ya que a través del idioma se manipulaban sus
recuerdos y sus ideas.
Mal está la salud de nuestro idioma
cuando las estadísticas señalan que la mayoría de los jóvenes redactan textos
con un porcentaje muy bajo en contenido semántico nocional. Y mucho peor cuando
el intercambio de mensajes se circunscribe a exclamaciones, disfemismos, giros
coloquiales y emoticonos.
Por ejemplo facebook, donde un comentario como: “Me molesta que haya tanto
desaprensivo suelto” se respalda con un “me gusta”, que literalmente quiere decir
que “me gusta que estés molesto por eso”. Lo dicho, el triunfo de la neolengua.
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