La práctica de deportes de riesgo o
extremos, así presentados eufemísticamente, ofrece una idea de hasta qué punto
llegan aquellos que están aburridos de sí mismos.
Con la excusa de descargar adrenalina
por placer funerarias y compañías de seguro se han visto obligadas a adaptar
sus servicios. Unas, porque el siniestrado suele acabar en unas condiciones que
dificultan mucho su exposición ante los seres queridos, mientras que las otras,
han incluido en sus pólizas, con una alta cuota, las posibilidades de responder
ante accidentes casi provocados.
No se trata de impedir a nadie que se
divierta como quiera. Está en su derecho, como diría cualquier respetuoso
ciudadano, mientras no haga daño a nadie. Que remonte en globo hasta la
estratosfera, que se lance a cuerpo por el desfiladero más abismal, que se
pierda por la caverna más recóndita o que haga cuatro saltos mortales sobre una
moto... que se mate como más les guste. Hasta ahí todo es tolerable. El
problema empieza cuando se solicita a la policía, a los bomberos o cualquier
entidad competente enviar al personal para recuperar los huesos de tan osado
deportista. ¿Por qué se tiene que arriesgar la vida para rescatar el cuerpo de
quien no respetó la suya?
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