Durante la infancia los juegos asientan las bases de
la convivencia en cada individuo. Hay que ajustarse a unas normas, respetar un
turno, desarrollar unas habilidades y reconocer el acierto del vencedor. En
otras palabras: competir con nobleza.
Como a cualquier principiante, a los niños les
cuesta ganar sus primeras partidas. Pueden abandonar en seguida o insistir una
y otra vez. Todo depende de su amor propio. Y, también los hay, total reflejo
de la sociedad de los mayores, que hacen trampas: no esperan su turno, cuentan
irregularmente… e incluso resuelven con gritos sus diferencias con los otros
jugadores. Son unos tramposos y, por lo general, se quedan solos.
Sucede que con el tiempo esas trampas en embrión
crecen y se trasladan a otros sectores de la vida social, alcanzando usos mucho
más punibles en función a que ya no se saltan un reglamento, ahora incumplen
una ley.
Consecuentemente, si de pequeños a nadie le gustaba
jugar con tramposos, de adultos, no debemos dar la partida por perdida porque
nos hacen trampas. La obligación de todos es señalarlos e impedir que saquen
provecho de sus irregularidades aquellos que desacatan las normas. Denunciarlos
también forma parte del juego limpio.
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