Si nos pidiesen que nos definamos a
nosotros mismos, recurriríamos a un orden lógico de exposición: nombre, sexo,
edad, trabajo/actividad/ideología… pero, no, no se trata de eso… esos datos servirían
solo para precisar cómo han elaborado nuestra ficha de identidad para esta
sociedad.
El nombre funciona denotativamente
para diferenciarnos de los demás, aparentemente más cálido que la fría hilera
de dígitos que compone el DNI o el pasaporte, aunque en realidad tienen todos
la misma finalidad. El sexo corresponde a una descripción biofísica que no
tiene por qué predecir nuestros gustos, tendencias o valores. La edad resulta
de un cálculo aritmético generalmente alejado de nuestra propia experiencia. Y presentarnos
a partir de nuestro oficio, actividades e ideología no es más que resaltar lo
que hacemos, en qué ocupamos el tiempo y lo que idealizamos. Etiquetas que, sin embargo, no esclarecen nuestra pregunta más elemental: ¿realmente
quiénes somos?
Porque el ejercicio más difícil es
tratar de autodefinirse. Despojarse de todos esos referentes envolventes de
interpretaciones externas e interiorizar en el único y propio valor personal. Y
una vez que lleguemos a ese punto, a la desnudez total y absoluta del propio
ser, quizás nos abrume aceptar que en el trasfondo de todo no encontremos con
qué reconocernos.
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