En teatro la acción avanza sostenida por el diálogo.
Las frases en boca de los actores van sucediéndose todas rendidas hacia un
desenlace que compartirán de igual manera escenario y público. Cuando un autor
necesita resaltar los aspectos psicológicos de un personaje o de la propia obra
utiliza el monólogo. Se recita en
soledad no para oír, sino para ser escuchado.
La vida cotidiana, en cambio, nos reserva una
tercera vía bastante curiosa: los monólogos
simultáneos, mejor conocidos como diálogo
entre sordos, donde cada interlocutor encadena sus frases de manera
independiente, pese a que en ocasiones, en un alarde de buena educación, se
respete el turno permaneciendo en pausa, más que en silencio.
Es fácil comprobar la poca eficacia que tienen estos
monólogos disfrazados de diálogo. El
texto es reiterativo, no se aprecia ninguna aproximación entre los
interlocutores y, lo que es peor, acabadas las intervenciones estamos en el
mismo punto de partida. Toda una pérdida de tiempo.
Dos buenos ejemplos de monólogos paralelos: una pareja mal avenida discutiendo y los
debates televisivos entre políticos.
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