Entre ser un cantante y un karaokero
dista un abismo. El primero cada vez que interpreta se exhibe en un ejercicio
de creatividad, tratamiento y propuesta de una canción ante los espectadores. Funciona
como un instrumento más que media entre la concepción de la música y su realización.
Por contra, el usuario del karaoke, en líneas generales, pretende
pasar un rato entretenido reproduciendo aquellas melodías que le resultan
familiar, siguiendo un texto
subtitulado. Los mejores llegan a una muy buena imitación de sus ídolos, que no
de los grandes profesionales.
El mundo de la televisión, ya extendido este
invento, ha encontrado un filón en esa ambigüedad artística que lleva a la
confusión al público medio incapaz de distinguir los méritos, supuestos, de un
intérprete mediocre y el de su propio imitador. Con ello se han recuperado los
viejos concursos, potenciados con una espectacular puesta en escena, para
descubrir talentos escondidos.
El fenómeno se ha popularizado de tal manera que se
emite en muchos países. Gracias a él, cantarines de trazo comercial y escasa
formación musical se convierten en jueces y forjadores de voces sin
personalidad ni arte. Finalmente, las casas discográficas confirmarán su apoyo
o su olvido al vencedor. Puro negocio.
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