Identificados con el mundo infantil,
los cuentos, muy lejos de la inocencia con que se envuelven, establecen una
compleja relación metafórica entre la imaginación y la realidad. Los cuentos se
sostienen sobre una fantasía que permite a los símbolos desplazarse
caprichosamente entre el argumento y el contexto para grabarse en el
alma de los niños.
Han sido el recurso atávico de las
sociedades para mantener su presente ligado con un pasado prácticamente
olvidado. Y en su afán por sellar unos valores imperecederos, los cuentos han
simplificado siempre sus fórmulas: los buenos, aquellos que se mueven por
nobleza, lealtad y justicia, siempre vencen a lo malos, títeres de la
traición, ambición y el egoísmo.
Todavía existe mucha gente que se cree
los cuentos. La mayoría lo hace por no poner a trabajar su intelecto. Los
menos, con astucia e intención, porque saben que, reescribiendo la historia de
un mundo dividido entre buenos y malos, su versión llegará nítida al corazón de
su público.
Por contra, los escépticos sabemos que
en un conflicto no se enfrentan buenos contra malos y que una guerra la pierde
el bando que menos ha podido matar y asesinar. Así que no nos presenten la
historia como si fuese un simple cuento, que no nos la creemos.
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