Recuerdo que durante mi etapa de
estudiante viví un episodio que condicionaría definitivamente mi relación con
la política.
El profesorado contratado se había
declarado en huelga indefinida y aproximándose el final de curso el conflicto
no apuntaba ninguna solución. Los estudiantes, reunidos en asamblea permanente
dirigida por miembros de los partidos de izquierda entonces ilegales, optaron
por ocupar las facultades en señal de apoyo a los docentes y en protesta
contra la administración. A fin de sobrellevar el encierro se montaron comisiones
que se dedicaban a colectar dinero para costear el alimento de los encerrados,
la limpieza del edificio, material de publicidad, etc. Recuerdo que siempre se
comía y se cenaba lo mismo: un bocadillo de jamón de York con queso.
Integraba yo, representante de primer
curso, el grupo que se presentó ante el Decano de la Universidad para
parlamentar sobre la situación. Cuando salimos de la reunión ya se había hecho
el reparto de la comida del mediodía, pero, como vocales del pueblo llano,
tuvimos derecho a ser atendidos en el aula-almacén de alimentos.
Y allí, en medio de tanto discurso
político, comprobé que además de los previsibles kilos de pan, jamón de York y
queso, se escondían otros alimentos más exquisitos y más caros que nunca entraban
en los repartos. Me llamó la atención un paquete de galletas rellenas de
chocolate de la marca “Príncipe”. Un buen nombre para los que postulaban una
República igualitaria.
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