Es frecuente asistir por televisión al espectáculo
de la educación en las zonas más deprimidas del planeta. Por recurrir a una
imagen tópica africana, una escuela ubicada en un barracón a la sombra de un
baobab. Un voluntarioso docente frente a cuarenta/cincuenta niños, amontonados
tres/cuatro por pupitre, sentados en el suelo… y una pizarra de 50cm x 30cm.
Todos atentos atienden la explicación, todos en orden repiten la lección.
Los niños no se levantan de sus sitios, no se quitan
los estuches ni los lanzan a la otra esquina del aula. Comparten los libros,
que leen con profundo respeto. Es afuera donde no se respeta la cultura, donde
la rivalidades étnicas combustionan en horribles genocidios. Esos niños han
visto la sangre en sus hermanos mayores.
A ellos les mueve una esperanza, una promesa de paz
y progreso que comienza con su propia educación. A nuestros niños, consentidos
occidentales, alejados y protegidos de la explotación infantil, de las
matanzas, en cambio, no les mueve nada. Los nuestros alcanzan índices de
abandono escolar aterradores. Quizá el mal no esté en regalarles todo lo que
pidan, no, el verdadero daño está en que no se les ha enseñado a tener
esperanza.
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