Los museos suelen aparecer como objetivo impresicindible para los
visitantes de una ciudad. En todas las guías turísticas se recoge el preceptivo
apartado para enumerar y describir la serie de museos que alcanzan la categoría de visita obligada por su
prestigio y obras de arte que en ellos se exhiben.
Porque todo museo que reciba una acreditación internacional en el mundo de la
cultura asume esa función divulgadora del arte y del conocimiento al alcance de
todos. Y ahí empieza el verdadero problema: la singularidad de las obras
expuestas actúa de reclamo de una multitud de curiosos e ignorantes cuyo único fin
es testimoniar un yo estuve allí. En
los periodos vacacionales, los museos
se atiborran de verdaderos consumidores de souvenirs
que desplazan a los admiradores y entendidos del arte hasta hacerles la vida
imposible.
Mal arreglo para esta situación, ya
que los museos perciben una gran
cantidad de ingresos gracias a esas ventas facilonas que les permiten seguir
creciendo en ofertas e importancia. Mientras, como si los cristales blindados
no fuesen suficiente, los auténticos estudiosos tratarán pacientemente de
superar esa barrera infranqueble que despliga la asfixiante masificación en
torno a las piezas más emblemáticas de la historia de la humanidad.
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