Solamente los creyentes reconocen la existencia de
los milagros. Extraoficialmente los
incrédulos también esperan que sucedan. Y es que detrás de cada milagro hay un deseo, una voluntad, una
predisposición a superar de forma inexplicable una irreversible adversidad.
Cualquier suceso que rebata la capacidad de
justificación científica es propiamente un milagro.
Por lógica, los milagros no deberían
suceder, pero suceden. Y he aquí la gracia de estos fenómenos. Porque ante
tales acontecimientos siempre surgen quienes bendicen al santo intercesor
frente al silencio del escéptico, reducido a un observador sin respuesta.
Cierto es que, según la ciencia avanza, el espacio
para los milagros se reduce porque
las explicaciones de estos fenómenos se hacen más certeras. Siguiendo esta
dirección, habrá un día en que ya no sucedan los milagros. Cuando llegue ese día la humanidad habrá completado un
ciclo histórico. Ahora, mientras sigamos sin tener respuestas, tendremos que
seguir esperando a que se produzca algún milagro,
que cambie el rumbo del destino y eluda lo inevitable.
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