No existe razón legal válida para mantener
estas instituciones en las democracias occidentales, salvo la propia incoherencia de las leyes.
Por definición atentan contra dos principios
fundamentales: la igualdad por naturaleza de todos los ciudadanos y el estado
laico.
El rey procede de una línea sucesoria determinada
por su origen y accede al trono por encima incluso de su propia voluntad. La
posible abdicación se producirá siempre después de haber sido incluido en esa
secuencia de sucesión. Cualquier otro ciudadano jamás podrá interferirse en ese
proceso por el hecho de haber nacido fuera de esa línea.
Detrás de todas las monarquías occidentales hay un principio
emanado de Dios que bendice al rey y a su familia. La presencia de esta
institución en las leyes implica el reconocimiento de la voluntad de Dios. Se
produce, por lo tanto, una imposición religiosa a todos los ciudadanos del
reino dentro de unas leyes que proclaman contradictoriamente la libertad de
religión.
No caigamos en la torpeza de atacar a las monarquías
por su relajación de costumbres. Siempre mantuvieron una doble moralidad.
Exijamos coherencia en las leyes de un Estado del s. XXI: igualdad de derechos, oportunidades y
libertad de pensamiento. Mientras tengamos rey y sucesores seguiremos anclados
en otras épocas.
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