Bajo la carpa de la cultura se esconden
tantas acepciones que confunden de igual modo al que la pronuncia como a quien
la escucha. Hoy la cultura encarna un tabú, o mejor dicho, un mito que se
escapa de nuestro sistema de valores, llena la boca de los parlanchines y se
percibe vacía por el frecuente abuso al que se somete.
Insistamos en que al referirnos a la
cultura, así, en término amplio y despersonalizado damos cuenta de un conjunto
de modos de vida y costumbres, gustos, conocimientos y desarrollo tecnológico
de un colectivo atendiendo a su época o civilización. Por eso hoy hablamos de cultura occidental, que por su
desarrollo y extensión incluye la mayor parte del planeta. Hasta las lenguas
más distantes acaban compartiendo un espacio común que conforma la
globalización de los idiomas, descartándose a sí mismos como elementos
distintivos de una cultura.
Por eso no se entiende que
constantemente salten defensores de la existencia de culturas nacionalistas
tratando de perfilar las señas de identidad a base de rasgos diferenciadores
que llegan a torcerse discriminatorios y dividen a la sociedad reclasificando a
los individuos. Especialmente cuando utilizan registros exclusivamente
occidentales.
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