Los románticos eligieron las flores para
representar el amor. Su ternura, su fragilidad y su belleza. También por su
forma de estimular los sentidos al tacto y al olfato encajan perfectamente en
el sentimiento de los enamorados que aprovechan cualquier excusa para acompañar
de una flor su te quiero.
El poeta inglés Alfred Tennyson
lamentaba el destino tan cruel que los enamorados deparaban para las flores:
morían arrancadas por los amantes. Olvidaban que muy probablemente ese amor
firmado con los pétalos de una flor acabaría languideciendo y marchitándose con
la misma brevedad. Amantes y flores compartían la fugacidad del momento.
Goethe, por el contrario, prefería
hablar a las flores. Las seducía con la palabra para entenderlas mejor. Una vez
entablada la amistad las tomaba desde las raíces y las trasplantaba. No moría la
belleza, es cierto, a cambio de perder la libertad reducida a una taciturna
maceta.
Los enamorados eligen bien para mostrar su amor. También ellos sucumben con efímera pasión tras el ímpetu inicial o
se consumen dentro de una trampa de donde es imposible escapar.
Porque hay amores que matan. Los
otros, quizá, no sean amor.
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