Intocable para los tradicionalistas, el
valor de la familia como institución viene redefiniéndose desde los mismos
orígenes de las civilizaciones. De entrada, el término ya tiene una dudosa
etimología en latín haciendo referencia a todos los que convivían bajo un mismo
techo, incluidos amos y sirvientes.
Durante la España franquista y bajo la
inspiración eclesiástica la familia se estimuló como célula de la sociedad, es
decir, principio elemental con identidad organizativa propia y transmisora de
los valores más preciados. Era el Estado y la Iglesia quienes inspiraban el
orden y las referencias al pater familias
dotado de una incuestionable autoridad reforzada por una fuerte tradición.
Pero, al igual que a las instituciones
estatales, los valores democráticos también llegaron a la familia. Y la
autoridad familiar se sometió a la voluntad de sus componentes hasta acabar invirtiéndose
el poder de decisión pasando a los hijos, gobernantes por mayoría absoluta en
el parlamento doméstico de unos padres serviles que han reducido su labor
educativa por dejación de funciones.
Y una nave a merced de vientos
alentados por antojos y caprichos nunca puede llevar buen curso. Una vez más los tiempos exigen una nueva redefinición en la que el principio de autoridad sea ejercido con la responsabilidad pertinente.
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