Despiertan la envidia aquellos que son
exquisitamente ordenados. Tienen cada cosa en su sitio, no hay papel suelto, ni
bolígrafo sobre la mesa. Nada se apila sobre nada porque los libros ocupan sus
estanterías, la ropa en los armarios y cada prenda en su correspondiente cajón.
La gente ordenada no solo ordena sus pertenencias, también su tiempo. Manejan
agendas en las que se registra lo que va hacer ese día, esa semana y ese mes.
Por horas, por sesiones.
Otros, en cambio, viven el sobresalto.
Soñolientos todavía, cuando las neuronas no más han empezado a removerse con el
primer sorbo de café en el desayuno caen en la cuenta de lo que hay que hacer
durante el día. Vestirse deprisa, mirar el reloj, buscar las llaves, los
documentos, salir de casa... y ya en la calle repasar por si se han olvidado
justo lo más importante. Y ¡qué más da! Si ya no hay tiempo para regresar...
hay que improvisar.
Quizá no haya tanta diferencia entre
unos y otros. Son distintas formas de combatir el desorden. Sencillamente
alteran el momento de la batalla. Los primeros se anticipan y constantemente
luchan para no hacerle ninguna concesión. Los segundos, menos constantes, tan
solo pactan un acuerdo con el enemigo para evitar el caos: el desorden
ordenado o cada cosa más o menos cerca de su sitio.
Me quedo con estos últimos.
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