Llevamos
varios pontificados en los que los medios oficiales apuntan hacia una
renovación de la Iglesia en un esfuerzo para adaptarse a los tiempos actuales,
demasiados confusos para una institución regida por septuagenarios con inspiración
decimonónica. Irónicamente insisten en que se proyecta el espíritu
revolucionario y reivindicativo de Jesucristo.
Francisco
I no se aparta ni un centímetro de esta corriente, por muy novedosos que
quieran presentarnos sus comentarios y actuaciones. En cada una de sus
intervenciones, al igual que todos sus inmediatos antecesores, sigue haciéndolo
con varias décadas de desfase respecto al mundo laico.
Descartando
el principio de justicia social, donde también manifiestan bastante retraso
pese a ser consustancial a su mensaje, para una mentalidad decimonónica sí
resulta novedoso que se pida respeto para los homosexuales (aunque a su Dios no le
gusta lo que hacen), o que los divorciados no sean tratados como
excomulgados... pero siguen sin resolver temas profundos como la función
secundaria de la mujer en la Iglesia. Para colmo, la primera vez que un prelado
es acusado de pedofilia se produce un juicio interruptus por defunción.
Estos
aún no han llegado a los años 80.
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