Los nombres de lugar aportan una
riqueza especial al idioma. Tras un topónimo se manifiestan aspectos tan
variopintos como la imaginación popular, tradiciones y temas históricos. Se
produce una curiosa relación entre el misticismo de la geomancia y la complicada
nomenclatura de la geografía. El origen de cada topónimo merece siempre un
estudio.
Cada lengua genera sus propios
topónimos, ofreciendo una visión geocultural de la Tierra. Londres, Moscú o
Casablanca refieren a London, Moskva y Dar el Beïda respectivamente. Flandes perteneció a España y en
español conservamos los nombres de sus principales ciudades: Brujas, Lieja,
Lovaina... Usarlos en holandés da muestra más de un desconocimiento, solo justificable por el desuso, que de
modernidad como es el caso de Maastrich por Mastrique.
En España, además de cultura, la
política según el topónimo elegido también marca ideológicamente al hablante. San
Sebastián/Donosti, Orense/Ourense, Gerona/Girona... responden a derechas/izquierdas...
herencia de un pulso entre gobiernos que en su día se creyeron dueños de los nombres.
Confunden los nombres de la calles de la ciudad con el de la ciudad entera y en
un alarde de torpeza lingüística así lo confirman en sus leyes.
Olvidan que un idioma no se puede gobernar
y que la dimensión internacional de la Lengua Española, hablada en más de 30 estados del mundo, está por encima de estas
disputas locales.
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