Si los apátridas uniesen sus voces y clamasen
su universalidad con todas sus fuerzas acabarían derribando las fronteras hasta
confundirlas con el suelo igual que las trompetas de las gentes de Josué con su
estruendo derrumbaron las murallas de Jericó.
Nacemos desnudos y apátridas. Después
el pudor nos viste y el miedo nos entrega a una tierra para que bajo el rigor
de sus leyes y tradiciones nos absorba a través de sus raíces, nos inmovilice
el cuerpo y bloquee el espíritu hasta anular la conciencia de ciudadano
universal. Así, una vez integrados en una patria el corazón vibrará al son de un
himno y los temores se cobijarán bajo el manto de una bandera tan estrecha y
limitada que nos hará desconfiar de los que vivan fuera de ella.
Los apátridas se despojan de esa
identidad artificial impuesta para recuperar un alma nómada que les permita
sentirse más próximos al resto de los seres humanos, hablen, recen o vivan de
maneras muy diferentes. Porque un apátrida entiende de lo que comparte y no de
lo que le diferencia.
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