Un buen día temprano un campesino
encontró por el camino una serpiente yerta de frío. Se apiadó de ella y la tomó
dándole cobijo entre sus ropas. Al poco rato con el calor la bicha revivió y en
cuanto notó la mano de su benefactor le mordió provocándole la muerte.
Esta historia ya la contaban los
griegos y retomada por Samaniego, uno de nuestros grandes fabulistas, en su
cometido con ella pretendía advertir a los nobles corazones de que el bien no
se puede prodigar indiscriminadamente. No se trata de maldecir a los
desagradecidos, porque desagradecido es quien previamente ya recibió favor. Es
cuestión de tener la precaución y distinguir entre quienes aparentemente estén
necesitados los que efectivamente merecen recibir esa ayuda.
Y no es tarea sencilla. En el mundo
cotidiano las serpientes no van vestidas de serpientes y haylas más de las que
uno puede imaginar. Alguno aprovechará el desencanto para renunciar a sus
buenas intenciones y, otros, mucho peor, sentirán la tentación de convertirse en
serpientes. Por eso se quedan en clara minoría quienes, suceda lo que suceda,
lo intentarán de nuevo, se encuentren o no con serpientes. No son tontos, son
héroes.
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