Un sector del público viene reclamando
con insistencia que las salas de cine aumenten el número de pases de películas
en su versión original. Aparentemente con este gesto pretenden poder disfrutar
la obra directa tal y como fue concebida. Resaltan que con ello percibiríamos
las voces de los actores junto a la frescura de los diálogos, evitando la
simplificación del doblaje y la manipulación, voluntaria o por incompetencia,
de los traductores. Añaden que así sucede en la mayoría de los países europeos.
No cabe duda de que el doblaje a otra
lengua nos aleja de la obra que en origen produjo el director, y por lo tanto,
todo lo anteriormente expuesto es lógico y convincente. Hasta cierto punto.
Porque la supervivencia de la industria del cine recae totalmente en el público
que asiste a las salas. En beneficio del propio negocio hay que acomodarse a
las condiciones y, teniendo en cuenta el nivel lingüístico general imponer
versiones originales sería definitivo, máxime en tiempo de crisis.
Y no olvidemos que el cine además de
imagen es palabra y como arte con texto, la traducción es la única manera de
llegar a otras culturas. La versión original puede ser atractiva, pero yo
prefiero un buen y esmerado doblaje para una película noruega, húngara, iraní
o, por qué no, anglosajona o francesa.
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