Revisando la historia de Europa
podríamos compararla con el ciclo cosmogónico del big bang y el big crunch.
Si la primera habla de la expansión a partir de una singularidad
espaciotemporal, la segunda propone que finalizada la energía expansiva empezaría
un proceso de contracción hasta recuperar la primitiva singularidad. Entonces
todo volvería a empezar con otro big bang.
La historia del Viejo Continente
también se mueve en dos tendencias: la unificadora y la disgregadora. Y además
de una manera cíclica, aunque más de una vez ambas han convivido convulsionando
en conflicto.
La línea unitaria, la Europa forjada
por Roma y heredada por la cristiandad, fue seguida por la España de los
Austrias, continuada por Napoleón y hoy nuestra
sufrida Comunidad Europea la toma como ideal para darle un único sentido a la
diversidad europea. Frente a ellos, de siempre, hubo pueblos que mostraron una
resistencia épica a integrarse en una alianza paneuropea, rechazando las
ventajas a costa de reafirmar su singularidad.
Por eso, a todos esos irreductibles
patriotas defensores de los exclusivos valores nacionales habrá que
preguntarles, como así se hacían los miembros del Frente Popular de Judea en La
vida de Brian: ¿Y a cambio los
romanos qué nos han dado?
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