Toda herejía nace del seno del dogma.
Las herejías tan solo sirven para comprobar que los credos son piedras francas
de las que se moldean todo tipo de interpretaciones.
Llama la atención la facilidad con que
de un mismo texto se desgajan facciones que desde su origen se desautorizan
mutuamente de manera automática y radical, en constante competición por
apoderarse del único sentido válido de la palabra. Desde el más insignificante gesto
hierático son capaces de construir su propia doctrina, de la que a su vez
inevitablemente surgirán otras que reinterpretarán a la anterior, formando otro
nuevo foco herético.
En la política, como en las religiones,
también hay herejes. Prefieren llamarles disidentes. Entonces, si no son
atajados a tiempo pueden crecer hasta formar escisiones que a su vez generarán
sus correspondientes biparticiones capaces de devorarse unas a otras en función
del número de militantes que arrastren.
Al fin y al cabo se trata de la eterna
guerra entre dogmáticos, heterodoxos y ortodoxos, siempre opuestos en
irreconciliables descalificaciones al sentirse respaldados por la verdad
absoluta. Una única supuesta verdad que solo sirve para desunir.
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