Revisando el mapa político del mundo
nos encontramos con que existe algo más de una cincuentena de territorios
definidos y estados soberanos cuya extensión no alcanza los mil kilómetros
cuadrados. Cada uno formula su razón de existir: anacronías de un pasado
medieval, plazas fuertes de una época colonial o una fuerte insularidad.
Andorra, Gibraltar o las Islas Bermudas nos sirven de ejemplo. Pequeños en
espacio, sin embargo, feroces en la defensa de su autogobierno.
No importan los argumentos que puedan
esgrimir sobre su identidad nacional o sus particularidades culturales, porque
todo eso, si lo hay, queda en un segundo término. Estos miniterritorios
constituyen el mayor fraude económico internacional, actúan de plazas fuertes
para las multinacionales y cobijan las fortunas de los mayores estafadores. Ese
orgullo patrio con que sostienen sus banderas no es más que una hipócrita
coraza.
Desgraciadamente en el mundo también
circulan minigobernantes. Son políticos de perspectiva corta, pues tan solo
procuran su propio beneficio, que no dudan en alentar el reclamo de una
supuesta autodeterminación que por su propia debilidad acabará funcionando con
la misma nefasta corruptela de un miniestado en el panorama de las naciones. Y
a pesar de todo, hay mucha gente que les cree.
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