Todos a
lo largo de la vida realizamos diferentes funciones, tanto en el plano
profesional como en nuestras relaciones más estrechas, familia y amistades.
Todos, en la medida en que se pueda valorar, gozaremos de un reconocimiento que
cuanto más amplio y respaldado esté se transformará en nuestra satisfacción y
felicidad.
Lo que sucede es que ese reconocimiento no es
fácilmente cuantificable en tanto que depende de quienes lo otorgan. Decía
Bertrand Russell que cuando
el público no entiende un cuadro o un poema, llega a la conclusión de que es un
mal cuadro o un mal poema; en cambio, cuando no es capaz de entender la teoría
de la relatividad, llega a la conclusión (acertada) de que no ha estudiado
suficiente.
Sin pretender ser ni poetas ni científicos,
es evidente que todos necesitamos recibir por parte de quienes nos rodean un
mínimo de reconocimiento. La cuestión determinante radica en que la mayoría de
las veces ese reconocimiento no viene acompañado de la comprensión necesaria y
de manera inconsciente, al echarlo en falta, esa deficiencia acaba desgastando
nuestra confianza y en consecuencia nuestra satisfacción y nuestra felicidad.
Por eso, a la hora de sentirse reconocidos y
valorados, por encima de todo, debe prevalecer la ética y la seguridad en uno
mismo, y que no dependa de cuántos nos vayan a entender.
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