Qué rabia da que alguien te encuentre parecido
con otra persona. Como si te restase personalidad, se tiene una extraña
impresión y hace que uno se sienta un cromo repetido en medio de una colección.
Deberíamos estar acostumbrados. Nada
más nacer todos los parientes rastrean señales irrefutables que garanticen la
paternidad. Tiene los mismos ojos de su
padre... cuando sonríe recuerda a su
abuelo paterno... y al final la cara es la solución de un rompecabezas con
recortes de todos los rostros que han pasado por la familia.
Con la adolescencia todos esos rasgos
se barajan, y los ojos son de un tío, la barbilla del abuelo materno y el
carácter, en plena formación sigue perteneciendo a algún ascendente más o menos
próximo.
Después, con el paso de los años
nuestra imagen se hace más visible y se acentúa reviviendo el pasado de otros.
Y por mucho que cambiemos el peinado, mudemos el vestir o forcemos nuestra
silueta, al final volveremos a ser vivos retratos de alguien.
Así, en silencio, mirándonos frente a
un espejo nos cuestionaremos si en algún momento de nuestra vida hemos sido
capaces de parecernos a nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario