Hay días en que uno se levanta muy
filosófico, con ganas de ordenar su vida. De dar un repaso a lo que ha sido, lo
que es y lo que desearía que fuese. Y lo que a uno le llenaría de satisfacción
sería sentirse ancho, inmenso, rebosante de haber obtenido todo lo que
realmente se proponía. Sin embargo, lo que a uno acaba de hundir es que de todo
lo que soñaba, sólo esbozos, sólo apuntes van surgiendo y para colmo todos son
torcidos, caricaturas de unos ideales que le sumen en una profunda decepción.
Hay días en que uno debe pedir una
pausa a la vida. Un alto en el camino que oriente y defina el punto de fuga
desde el horizonte con una única obsesión de encontrarse a sí mismo.
Las pausas bien hechas implican una
reflexión, una revisión y una evaluación del trecho recorrido. Las pausas bien
hechas proyectan un objetivo, un ideal y un sueño. Las pausas bien hechas
configuran ese lugar que no retrocede porque el pasado no se puede ya modificar
ni avanza porque los deseos en esos momentos son siempre intangibles.
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