Las canciones despiertan la envidia
de los poetas, cuyas reflexivas y profundas composiciones se circunscriben
exclusivamente a sus íntimos seguidores. Mientras, esas letras de rima facilona
y reiterada, sostenidas sobre compases monótonos, pegan de lleno en un público
deseoso de poner una banda sonora a cada momento de su vida.
Porque cada instante tiene su
melodía. Una conjunción mágica, la mayoría de las veces caprichosa y aleatoria.
Si el fugaz amor de verano se recuerda a través de un estribillo machacón y
obsesivo, los momentos de mayor sensibilidad funden el calor de una canción con
la ternura de las caricias para siempre. Esos viejos acordes sirven de
pasaporte para una imposible travesía hacia el pasado, para erizar la piel
cuando la distancia de los años ya ha apagado la pasión o para esculpir una
lágrima al sentir presente a quien ya no está.
Qué gran favor nos hacen esos
compositores que desde la fugacidad de un éxito pasajero ponen música a
nuestras vidas. Nunca han tenido la trascendencia de los mejores poetas ni lo han
pretendido. Fue el destino el que hizo que esas canciones sonasen justo en ese
momento especial y se grabasen en nuestra alma.
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